sábado, 5 de marzo de 2011

Mi aurora boreal

Por William Ospina - El Espectador

Hace tres años recibí una invigtación para hablar de literatura colombiana en Noruega.

No adiviné, por la firma, si quien me escribía era un hombre o una mujer. Después de un intercambio de mensajes, acepté. Nunca había visitado los países nórdicos, pero soñaba con ellos desde niño. Imaginaba un mundo de llanuras blancas, de laderas de pinos cubiertos de nieve, de bahías glaciales donde había barcos varados en el hielo, un mundo de navegantes y de gaviotas, de glaciares que emergen del mar y de fiordos apacibles con aldeas de pescadores. Me preguntaron si, además de Oslo, quería visitar otro lugar de su país. Les pedí que me recomendaran algún sitio, y se decidió que visitaría Bergen y Tromso.

Sólo cuando ya estaba decidido el trayecto fui a mirar en el mapa para entender mi itinerario. Allí estaba Oslo, cerca de los confines del Mar del Norte; allí, sobre el litoral fragoso del Atlántico, estaba Bergen. Pero ¿dónde diablos estaría Tromso? Finalmente lo encontré, perdido en el extremo norte de la península, que me pareció más bien el último extremo de la galaxia: cerca del paralelo 70, mucho más allá del Círculo Polar Ártico. ¿A quién se le había ocurrido construir un pueblo en la vecindad del Polo Norte? ¿A quién se le había ocurrido proponerme que viajara a ese lugar? ¿Y qué iba a hacer yo solo en esas soledades, sin conocer el idioma de los osos polares, ni el de los lobos, y ni siquiera el de los noruegos? A lo mejor, me dije, a modo de consuelo, tendré una oportunidad en mi vida para ver la aurora boreal.

La llegada fue más bien desconcertante. El aeropuerto de Oslo queda muy lejos de la ciudad y no había nadie esperándome. Confiado en que alguien me recibiría, ni siquiera había revisado el nombre del hotel; una vez en el aeropuerto no hallé un café internet para consultar mi correo y no me fue posible establecer contacto con la vieja lengua de los vikings. Busqué en un mapa de la ciudad un hotel cualquiera y decidí instalarme allí mientras establecía contacto con mis anfitriones. Un taxi me llevó en casi una hora, y en coronas noruegas, por los campos cubiertos de nieve, donde se veían fábricas y graneros y alguna aldea perdida en los pinares. Comprendí que todos los recursos destinados al viaje se gastarían en ese primer taxi que parecía estar cruzando toda la península.

Finalmente llegué a una ciudad bella, fría, ordenada, apacible, con grandes parques presididos por palacios y estatuas. El taxi me dejó frente al Gran Hotel y entré decidido a hacerme recibir como fuera, siquiera por un día, mientras se restablecía el orden de la realidad. Allí tuve mis primeras sorpresas nórdicas: por un azar increíble, ese era precisamente el hotel donde estaba hecha mi reserva; y después aparecieron un par de piernas enormes junto a mí. Ese gigante rubio de rostro amable y sonrisa infantil era quien me había invitado: Oystein Schejne, el más colombiano de todos los nórdicos. Me había enviado precisas instrucciones sobre la llegada, el uso del tren, el hotel y el lugar donde estaría esperándome. Instrucciones que nunca leí.

Todo fue mejor de lo que habría soñado. En la cafetería del hotel está la mesa, vacía desde hace cien años, donde se sentó siempre Henrik Ibsen; la mesa que, para siempre, con su paraguas y su sombrero, sigue reservada a su nombre. Y pude ver esa suerte de catedral llena de los grandes navíos de los vikings, que tienen forma de hojas, parecen instrumentos musicales, y son la evidencia de una cultura que ha dialogado largamente con el agua, “con sus dones y con sus destrucciones”.

Recuerdo las hileras de casas de colores de Bergen, frente a la bahía, el atardecer llenando de oro el suelo de los barcos, las pieles de lobos en los mercados, los oscuros bacalaos en los estanques, los relatos de Oystein sobre la historia de Noruega, país que hace más de setecientos años fue devorado por la peste y donde el fin del mundo no es una amenaza sino un recuerdo. Todo noruego es un navegante y sueña con lejanos países que alguna vez visitará, costas luminosas y ardientes llenas de palmeras y de tambores. Y Noruega se nos antoja como un barco imponente que se ha deslizado sobre los mares y que se demora ahora, por un tiempo, cargado de nostalgia, atrapado por el hielo y el frío.

Finalmente, ya sin amigos, ya solo y lleno de curiosidad, llegué una tarde en un pequeño avión a Tromso, el último confín. Como en un verso de Hugo, nevaba, nevaba, nevaba siempre. El cielo era de nubes grises y bajas, los patios eran macizos de cristal, el mar estaba congelado y los barcos cautivos, la última iglesita del mundo clavaba su torre y su cruz en un cielo aborrascado y helado.

Y Noruega fue para mí un mundo de bahías glaciales donde había barcos varados en el hielo, de glaciares que emergen del mar y de fiordos apacibles con aldeas de pescadores, pero además miles de cosas maravillosas y nostálgicas, viajes y leyendas, conversaciones y canciones. Y me fue dado al final durante tres días corregir, ante una ventana que miraba caer sin fin la nieve, una novela sobre viajeros de otro siglo que exploraban una selva ecuatorial.

El cielo estaba tan cubierto que no me fue posible ver la aurora con la que soñaba. Por eso esta mañana, cuando aparecieron en la prensa mundial las hermosas fotografías de la aurora boreal que flotó hace unas horas sobre las bahías nórdicas, miré con ansiedad el pie de foto para ver qué puerto era ese, con aguas quietas y casas luminosas en las laderas, bajo un cielo fantástico como el crepúsculo de otro planeta. Era Tromso. Y allí estaba ese cielo misterioso como una flor verde, lo único que me faltó de mi viaje a Noruega.

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